jueves, 30 de marzo de 2017

Los vestigios del sistema de distribución de gas de la Colonia Bellavista

  Fue en 1976 cuando José López Portillo tomó posesión de la Presidencia de la República, su discurso fue por demás célebre. Y celebres serían muchos otros discursos en los que incluía frases de un triunfalismo tal que nos hizo pensar que el petróleo sería la solución a los problemas y carencias del pueblo mexicano. De hecho el lema de su campaña fue “la solución somos todos”.

  Una de las frases que pasaron a la historia (negra) de México fue, además de la del perro, la que debemos analizar con detenimiento: "Tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia." Lo dijo porque entonces se descubrió Cantarell y se presupuestó una cantidad tal de barriles de petróleo que pondrían a México dentro de los diez países con mayores ingresos en todo el mundo. La realidad fue otra, si eres joven, ahora la padeces, si eres de mi generación recordarás que desde ahí desapareció aquello del 12.50 x 1 y comenzamos a conocer la devaluación del peso.

  En buena medida esa “abundancia”, que venía del petróleo, se vio reflejada en Salamanca, no sé exactamente cuando ocurrió, pero fue en ese sexenio 1976-82 cuando se ideó abastecer de gas a todas las casas de la Colonia Bellavista mediante un sistema de tuberías subterráneas de la que nos queda el vestigio de los respiraderos por varias de las esquinas de la mencionada colonia. Quizá las has visto, o tal vez ni las has notado pero ahí están, recordándonos de los excesos que se vivieron en aquellos años “dorados” para algunos, terribles, para otros.

  Habrá que ponerle atención a la idea original que hubo en 1949 para diseñar la Bellavista. Los espacios estaban muy bien pensados, la amplitud de las calles se adelantaban a su momento, dos calles se volverían ejes de toda la población de Salamanca, Tenixtepec de norte a sur y Faja de Oro de oriente a poniente. Las dimensiones de cada propiedad eran excepcionales, quedan algunos ejemplos aun de las primeras casas. Eso lo comentaremos en otra ocasión, lo que hoy nos ocupa, por si no sabías por qué hay tantos “bastones” de fierro por ese rumbo, ahora ya lo sabes, eran respiraderos. Por cierto, el sistema nunca se puso en operación.












jueves, 16 de marzo de 2017

CES, Centro Escolar Pemex, una breve historia.

  Larga es la historia del edificio que conocemos coloquialmente como "La Dieciocho", lugar en el que pasé tres años de mi vida, pues allí, como una buena cantidad de salmantinos, hice la secundaria, solo que tuve la necesidad de repetir el tercer año, cosa que sucedió en "El Pedro" en Irapuato. El edifico lo conocí muy bien, aun me tocó cuando no se habían construido los salones del lado sur, pues era paso del Arroyo de San Antonio, incluso recuerdo el puente que había ahí. 

  El edificio fue inaugurado el 1° de marzo de 1897, por el Gobernador del Estado, que entonces era Joaquín González Obregón, el nombre que le dieron fue el usado para algunas selectas instituciones Escuela Modelo, luego se cambiaría a Escuela Modelo Porfirio Díaz. Algunos problemas presentó la obra pues, para 1913 vemos que el techo había colapsado, quizá por las fuertes lluvias que cayeron, al grado que la población estaba totalmente inundada. Por algún tiempo, dos o tres décadas, el inmueble estuvo vacío, luego se instaló allí, en los años cuarenta, la Escuela Hidalgo.  

  Ocurrió luego que ante el crecimiento inminente que vendría en la población por la puesta en operación de la Refinería de petróleo, hubo la necesidad crear los espacios educativos suficientes a nivel primaria y secundaria, tal fue el caso del CES-Pemex.

   “El Gobierno del Estado cedió en Salamanca, la antigua casa de la Escuela Hidalgo y 13 000 metros de terreno para la construcción de la escuela de Petróleos Mexicanos. A su vez tal Empresa ha proporcionado los medios económicos para la construcción de este gran centro escolar, que había de contar con kindergarten, escuela primaria elemental y superior, escuela secundaria, campos deportivos, albercas y todos los elementos de que un centro escolar moderno debe estar dotado y que seguramente habrán de convertirlo, al quedar concluido el año venidero [1952], en uno de los más importantes establecimientos docentes del país. El día 29 de abril [1951] fue inaugurada la primera unidad arquitectónica de él con asistencia del Señor Secretario de Educación Pública y el Señor Director General de Petróleos Mexicanos” (1).

   De lo dicho por el Gobernador en su Segundo Informe se realizaría solo una parte, el "kindergarden" fue abierto a la par de la Primaria Pemex el 12 de enero de 1955, sería luego sede de la Primaria Riama a partir de 1957, el resto quedó en el papel, no hubo ninguna alberca y los "campos deportivos" no furon otra cosa que un terreno que quedaba detrás de la Dieciocho, limitando al sur los "Talleres" y al norte con "La Pemex", es decir un llano.

  Para 1954 el Gobernador informaba que: “Se continúa la construcción de la Escuela Pemex y se instaló la red de drenaje en la calle por donde atraviesa la carretera Panamericana” (2). ¿Cuándo cambió de nombre la Secundaria Pemex por 18 de Marzo? no lo sé a ciencia cierta, parece que en 1975. La placa que en algún momento se colocó, quizá por el 50° Aniversario de su fundación original, una placa que fue (al modo) robada.


Fuentes:

1.- Segundo Informe del Gobernador Constitucional del Estado de Guanajuato, 15 de septiembre de 1951.

2,- Cuarto Informe del Gobernador Constitucional del Estado de Guanajuato, 15 de septiembre de 1953.


martes, 14 de marzo de 2017

La leyenda de "La Mano Negra" del padre Marocho

  Sobre el padre Marocho hemos ya publicado una especie de semblanza de su persona, la puedes ver aquí. El fraile agustino es un personaje enigmático por esa suerte de cualidad adivinatoria -por decirlo de algún modo- que poseía. La leyenda de la Mano negra no la conocía, dí por casualidad pues fue creada en Morelia, como quiera, se hace mención de la estancia del padre en Salamanca. Me parece curiosa, es por eso que la transcribo completa que sea más conocida en nuestra región.

  “En una de esas noches de invierno en que llovizna y hace frío, en que rodean los niños la cazuela de los buñuelos comiendo anticipadamente de los que se quiebra, en que sólo están quietos si la abuela de cabeza blanca y ojos amorosos les cuenta algo de aparecidos, oí lo que a mi vez refiero. El padre Marocho, de cuyo nombre no puedo acordarme, era una celebridad en la vasta provincia de agustinos de Michoacán, distinguiéndose principalmente por sus virtudes  después por ser pintor excelente que cubrió de cuadros de indiscutible mérito artístico todos los conventos de la provincia; por ser orador consumado, que con sus sermones llenos de elocuencia y de unción conmovía profundamente al auditorio por distraído que éste fuese; por ser teólogo y canonista como pocos de gran memoria y aguda inteligencia. Por todo lo cual era uno de los primeros que asistían a los capítulos de su provincia. Por entonces había capítulo en el convento de San Agustín de Valladolid y los padres capitulares habían venido de las más remotas regiones de la provincia, y entre ellos el padre Marocho que residía de ordinario en el convento de Salamanca.

  La sala capitular estaba a la derecha del claustro románico situado junto a la iglesia bizantina. Una ancha puerta de medio punto abierta a la mitad del salón daba acceso a él. Casi frente a la puerta de entrada se erguía una tribuna tallada en nogal negro. En los cuatro tableros de enfrente en forma de medallones se habían esculpido a los cuatro evangelistas. En el respaldo que remataba en un tornavoz figurando una concha, estaba esculpido en el entro la imagen de San Agustín. Tanto en el pie como en los barrotes que encuadraban los tableros, había una rica flora retorcida y gallarda, que los maestros carpinteros de los pasados siglos desarrollaban en sus obras, haciendo gala de una imaginación, tan fecunda como bella, y de una habilidad nunca igualada ni mucho menos manejada para superar los instrumentos de tallar y esculpir en madera. En armonía con la cátedra o tribuna y a lo largo de los muros en dos galerías alta y baja se desarrollaba una doble sillería de asientos giratorios labrada también en nogal negro. Cada silla era un prodigio de talla, teniendo en el respaldo esculpida la imagen de un santo de la orden.

  "En uno de los testeros se levantaba sobre una plataforma el trono del provincial y en el otro había una preciosa mesa cuyas patas eran garras de león, sobre la cual destacaba un crucifijo de cobre dorado a fuego, en medio de dos candeleros con sus cirios y un atril de plata cincelada para los santos evangelios. De la bóveda de cañón pendían tres arañas de cobre dorado a fuego cuajadas que iluminaban el salón con una luz tenue y dorada. Sobre los muros colocados a iguales distancias había colgados varios retratos de personajes prominentes, religiosos de la provincia de Michoacán, como lo era el del apóstol de la Tierra Caliente, de fray Diego Basalenque, de fray Alonso de la Vera Cruz sentado en su cátedra dando clase a varios discípulos, entre ellos al inteligente y aprovechado joven don Antonio Huitzimengari de Mendoza, hijo del último emperador de Michoacán, Calzonzi.

 Siempre el padre Marocho, por su antigüedad en la orden y por los cargos que en la misma desempeñaba, tenía el segundo lugar después del provincial en el capítulo y se sentaba en el primer sitial a su derecha. No había discusión en que no tomase parte ya suministrando datos históricos, ya recordando cánones, ya citando autoridades filosóficas y teológicas, ya discurriendo de modo que sus palabras eran escuchadas con verdadera sumisión y sus sentencias eran decisivas, influyendo grandemente en los resultados del capítulo, en donde se decidían cuestiones de capital importancia para la provincia y para la orden. Por tanto, a pesar de que en lo general el padre Marocho tenía una vasta erudición, sin embargo, mientras duraba el capítulo, estudiaba en su celda o en la biblioteca del convento hasta las altas horas de la noche.

  La biblioteca próxima a la sala capitular y en comunicación con ella, era también un gran salón abovedado circuido de una estantería de oloroso cedro que contenía cerca de diez mil volúmenes sobre todos los ramos del saber humano de entonces apare, de los nunca bien ponderados manuscritos relativos a las misiones e historia de los michoacanos. En el centro mesas de roble sobre las cuales había atriles y recados de escribir, tinteros de talavera de Puebla y plumas de ave.

  Allí estaba una noche el padre Marocho. El silencio más profundo reinaba en aquel recinto donde el hombre del presente entabla pláticas con los hombres del pasado; en donde el genio se comunicaba con el genio; se borra la noción del tiempo penetrando en las puras regiones del espíritu, echa a un lado la materia; en donde las pasiones callan y se doblegan ante la razón, su reina y señora. De repente el padre Marocho, según lo cuentan papeles viejos de aquella época de duendes y aparecidos, notó un ruido extraño a su lado, vuelve el rostro y ve que una mano negra cuyo brazo se perdía en las tinieblas, tomando entre sus dedos la llama de la vela, la apagó, quedando humeante la pavera. Con la mayor tranquilidad y presencia de ánimo dijo al diablejo: “Encienda usted la vela, caballero”. En aquel momento se oyó el golpe del eslabón sobre el pedernal para encender la yesca. Ardió la pajuela exhalando el penetrante olor del azufre y se vio de nuevo que la mano negra encendía la vela de esperma.

  -Ahora para evitar travesuras peores, con una mano me tiene usted en alto la vela para seguir leyendo y con la otra me hace sombra a guisa de velador, a fin de que no me lastime la luz.

  Así pasó. Y era de ver aquel cuadro. El sabio de cabeza encanecida por los años, los estudios y las vigilias, inclinado sobre su infolio de pergamino. A su lado dos manos negras cuyos brazos eran invisibles, una deteniendo la vela de esperma amarilla y la otra velando la flama. La luz apacible reflejándose sobre el busto del padre Marocho le dibujaba en el ambiente con este claroscuro intenso de los cuadres de Rembrandt, que tanto estiman los artistas.

  Vino la madrugada con sus alegrías. Aunque tenues, pero llegaban hasta aquel retiro los cantos de las aves que saludaban a la rosada autora desde las ramas de los fresnos del cementerio. Por los ojos de buey de la biblioteca comenzaban a penetrar dudosamente los primeros rayos del Sol. Entonces como ya no era necesaria la luz de la vela, exclamó el padre Marocho: “Pues bueno. Apague usted la vela y retírese, si necesito de nuevo sus servicios, yo le llamaré”. Entretanto que el padre bostezaba, restregándose los ojos, se oyó un ruido sordo de alas que hendían el aire frío y húmedo del nuevo día.

  No tardó en concluir el capítulo, quedando arregladas todas las cuestiones que hubo para convocarlo. Con todo, el padre Marocho se quedó en el convento a descansar por algunos días más. Vivía en una celda que termina en un ambulatorio que va de oriente a poniente iluminando en el centro por una cúpula con una linternilla. La celda era la última del poniente a mano izquierda con su ventana para la huerta del convento. Desde allí, como en un observatorio, contemplaba aquel artista un espléndido panorama. Las desiguales azoteas de las casas de aquel barrio, la loma de Santa María y el cerro azul de las Ánimas, sirviendo de fondo al paisaje. Como en estos días pasaba el Sol por el paralelo de Valladolid, al ponerse su disco rojo antes de ocultarse tras las montañas se asomaba curioso en el cañón aquel, tiñendo de rojo los suelos, los muros, las bóvedas, los marcos de las puertas de las celdas, las imágenes de piedra colocadas en sus hornacinas, produciendo unos tonos nacarinos y unas transparencias admirables. El padre Marocho quiso pintar aquellos juegos de luz, aquellos muros envejecidos tiñéndose de arrebol y mientras el Sol no pasó del paralelo se sentaba frente a su caballete con su paleta en la mano izquierda y su pincel en la derecha, y cuando menos acordaba, aquella mano negra le presentaba los colores y los pinceles que necesitaba para manchar su tela.

  Una noche, víspera de su partida del convento, al ir el padre Marocho a recogerse, vio en cierto lugar de la celda la misma mano negra que apuntaba fijamente. Él no hizo caso, porque ni tenía ni podía tener hambre de tesoros. Cerró sus ojos y se durmió.

  Después de muchos, muchísimos años, un pobre, habitando la misma celda y de un modo quizá casual, o más bien sabiendo esta leyenda que había visto en los papeles viejos del convento cuando era novicio de la orden de San Agustín, se halló un tesoro en el mismo lugar apuntado por la mano negra.

  Como me lo contaron te lo cuento. (1)

Fuente


Leyendas… de Valladolid, hoy Morelia. En Álvarez, José Rogelio. Leyendas Mexicanas. Tomo 2. Editorial Everest. León, España. 2004. pp 553-558