jueves, 12 de noviembre de 2015

La inundación de 1912 en Salamanca, relato de Lupe Aguinaco

  A Lupe, como ya lo había comentado, la conocí siendo yo adolescente, solía ir a su casa  por las tardes un par de veces al mes, me gustaba platicar con ella… mejor dicho, me gustaba oírla pues me contaba varias historias. Ella atendía una zapatería que había instalado en una de las “accesorias” (como antes se les conocía a los locales) instalado en su casa, cuando tenía algún cliente lo atendía, mientras la esperaba en su recibidor. Recuerdo bien sus enormes ojos, de color, no digo que azules o verdes, sino claros; recuerdo esa mirada entre pícara e inquisidora, pero más recuerdo el gusto que tenía al charlar. Es en esa base que cuanta cosa que ella escribió cae a mis manos, al leerla siento como si esa especial mirada la tuviera enfrente y su particular modo de relatar lo tuviera allí. Y gracias a uno de sus escritos sé ahora varias cosas: una, que al Señor del Hospital además de haberlo sacado en procesión en la inundación de 58, lo hicieron también en la del 12; otra, que la razón por la cual las casas en la tercera, cuarta y quinta calle de Allende están más arriba de lo normal es debido a las crecidas que antes tenía el río. Y otra más que muchas de las fotos antiguas de Salamanca, están asociadas a este relato:

  “Tan habituados estaban los vecinos de la hoy calle Allende a que las aguas del río llegaran hasta sus hogares en la época de lluvia, que todos los años reforzaban con material o tabique las entradas de estos, para evitar que la corriente impetuosa los visitara. Por esta razón no se percataron del peligro aquel 29 de junio de 1912. La amenaza del río les pasó inadvertida por la costumbre. Pero a las seis de la tarde tuvo aviso el jefe político interno, de que el río se había desbordado por el barrio de San Pedro y comenzaba a inundarse la ciudad. El 27 de junio anterior a éste suceso, el C. Jefe Político, Col. Lucio Puga, se ausentó del lugar por causas ajenas a su voluntad, quedando interinamente encargado del mando político el Sr. J. Cruz Hernández, como primer regidor del ayuntamiento. El señor Hernández acompañado del Comandante y de algunos policías se trasladaron de inmediato al lugar del desborde, dando órdenes para desalojar las casas y dictando medidas para alejar el peligro.

  “A las once y media de la noche se recibe el aviso de que una avalancha penetraba a la ciudad por el barrio de Nativitas, arrasando el borde que como prevención habían construido los vecinos. Al despuntar el día 30, el agua alcanzaba la altura de un metro en la plazuela de San Pedro. El Sr. Hernández convocó al H. Ayuntamiento y a los principales vecinos de la población, a sesión extraordinaria con el objeto de tomar medidas urgentes para el salvamento de millares de familias que estaban en peligro de ser arrastrados por la corriente; y para socorrer a los primeros damnificados. El Sr. Hernández no presidió la junta, por haber llegado oportunamente el Col. Puga, presidente del ayuntamiento. La misma tarde del 30, el agua había invadido casi toda la ciudad. Inesperadamente y sin aviso alguno, se presentó el Cap. Ernesto Robert del Cuerpo de Voluntarios de Aguascalientes, acompañado del Cap. Puga y del Tte. Coronel Lerdo de Tejada, con cien soldados, quienes por motivo de los deslaves de la vía incidentalmente llegaron a ésta; y al enterarse del desastre al instante se unieron al grupo de voluntarios de la localidad, auxiliando luego a los más necesitados de socorro. El mismo Cap. Robert, presto construyó una canoa y con ayuda de sus soldados se dedicó a salvar niños y ancianos; y a quienes en apuro o peligro estaban.

   “Salamanca contaba entonces con una luz eléctrica inmejorable, instalada en el tiempo del gobierno del Sr. Lic. Joaquín Obregón González y siendo el Jefe Político de la misma, el Lic. Don Jesús Espinoza. Envidiable e inmejorable, por ser la mejor en todo el Estado de Guanajuato”. A pesar de contar con una planta de luz superior, por su adelantado progreso, el agua penetró al lugar, causando grandes desperfectos, los que dejaron en tinieblas a la ciudad durante tres días. La desesperación y el desaliento comenzaban a establecer sus reales y el hambre se disponía  a dar la batalla. Previendo este mal, el Lic. Don Jesús Espinoza, presidente de la Junta de Socorros, compró todo el pan que había en el mercado y lo repartió a los menesterosos, eran 2532 piezas de pan.

   “Todo era pavoroso a la sombra de la oscuridad. Las campanas de los templos anunciaban el peligro, los barrios de San Juan de la Presa y de Nativitas habían quedado aislados, de pronto el llanto de las campanas se apaga, sólo se escuchó el estrepitoso caer de las casas que se derrumbaron cuando el agua se estrella en las fincas y en medio de ese sobresalto escuchase un repiqueteo a vuelo, ¿a qué se debió tal repique? Cuando la corriente aumentaba minuto a minuto. Fue el Pbro. Don Juan Hernández, capellán del templo del Señor del Hospital, dispuso el repique para atraer a la gente, bajar el solio a Jesús crucificado y pasearlo en procesión. En cuanto lo sacaron al atrio, lo hicieron saber al Jefe Político, quien con su carácter franco y de liberal puro, comentó: “sí, pero que no salgan del atrio”.

   “Entre el dolor y el espanto se pasó aquella horrible noche. Cada vez que se decía: “el agua baja” era como un impulso nuevo que se le daba, pues aumentaba palmo a palmo. De repente surge una idea feliz llena de esperanza. Llevar al Señor del Hospital para enseñarle su amada población próxima a desaparecer. Pero… hay un obstáculo que impide llevar a cabo la idea sugerida: la ley. Habrá que vencer ese impedimento; se forma una comisión de honorables caballeros y van a pedir permiso para llevar a efecto la Manifestación, dirigiéndose a la Jefatura Política. Apenas sabe el pueblo el cometido de aquella comisión, corre a agolparse en las afueras el edificio, ansioso de escuchar el sí salvador. Penetran al recinto los encargados de cumplir lo propuesto y allá en el fondo, sentado en un sillón, un venerable anciano, duro como el bronce, está resuelto a hacer que se respeten las leyes. Hablan los comisionados y él se niega rotundamente. Aun no salen del recinto los peticionarios cunando otra comisión improvisadas de señoritas llega hasta enfrentarse con aquel hombre inconmovible. 

  “La señorita Mercedes Ochoa elocuente le retrata la desgracia personificada en formidable corriente, que va a llevarse a tan risueña población a la desaparición; y que sus habitantes serán juguete de las olas. Un silencio casi sepulcral hace que aquel hombre penetre al fondo de su conciencia; exclama al fin: “Al pensar en si sería bueno conceder licencia para la procesión tenía presente la protesta de ley que había hecho; y al mismo tiempo mi conciencia de liberal, me estaba señalando el camino del deber. Entonces estas palabras: “sobre las leyes todas, están las leyes de la humanidad. Caiga sobre mi toda la responsabilidad”. Eran las once de la mañana cuando, la imagen del Señor del Hospital fue depositada sobre los hombros de los fieles. El cielo enviaba una lluvia sutil; más de seis mil creyentes desfilan delante del crucificado pidiéndole misericordia, en una copia fiel de la fe y el amor. Mientras, el llanto brota de sus ojos suplicantes.

  “Una hora duró la procesión, dejo de llover a partir de entonces, obedeciendo a ordenes supernaturales, el agua se retiró llevándose un inmenso botín; y dejando ante los ojos de los espectadores un cuadro dramático, la miseria, el espanto y las ruinas. He ahí a la hospitalario y risueña Salamanca, implorando la caridad. Refieren diferentes fuentes de información, que unas terribles trombas desprendidas en San Miguel de Allende y en Querétaro avanzaron hacia el río de la Laja, afluente del Lerma y que siendo insuficiente para contener el torrente comenzó a desbordarse viniéndose las aguas sobre Salamanca. Otra versión es que interrumpido el Laja por un tajo donde se surten de agua los vallados de la Hacienda de Cerrogordo, llegó tal cantidad de agua que, unida con la que venía de una presa reventada en Comontuoso (jurisdicción de Santa Cruz), al fusionarse las dos corrientes no respetaron las presas encontradas a su paso, formándose un mar bravío que se precipitó sobre la población, devastando hogares, sementeras y vida. Tales fueron los estragos a que tuvo que enfrentarse la ciudad de Salamanca en el citado año de 1912” (1).






Fuente:

1.- Aguinaco, Guadalupe. Gaceta de la crónica de Salamanca, No. 8.  Salamanca, Enero 1988.

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