Excepcional fotografía de 1890 aproximadamente, en donde se ve el jardín principal. En la casa del portal Bravo, la que se ve debajo de las torres de San Agustín, es donde el autor de este relato, don José Rojas vivió.
A don José Rojas no tuve el gusto de conocerlo personalmente, pero, desde que llegó a mis manos el libro que escribió sobre la historia de Salamanca le comencé a tener un respeto y admiración muy especial al advertir que él tenía esa tarea muy bien entendida, la de conocer, rescatar y difundir lo que en estos rumbos y a lo largo de los años ha pasado. Cuando leí su relato sobre Otelo quedé impresionado, pensé era una mera fantasía, pero, ahora que encuentro una fotografía de él, veo que Otelo es, efectivamente, un perro que tiene su historia.
Las señoritas de Salamanca, en una histórica fotografía tomada cuando los festejos del Centenario en 1910. Allí fiel a sus amos, Otelo.
Advertencia:
Que el lector no prejuzgue. No se tratará, en estas páginas, que deseo sean breves, de un drama de celos, ni del estudio psicológico de un celoso, ni menos aún de un ensayo sobre la tragedia de Shakespeare. El personaje de este relato, no cuento, porque lo que se narra sucedió como lo digo, cualquiera que sea la posible o ninguna explicación, se llamó Otelo y ésta es la única coincidencia con el título y personaje de universal renombre.
Un día cualquiera, hace pocos años, concretamente en 1965, Florencia, la cocinera de los Casillas les platicó que en el barrio donde vivía estaba sucediendo algo extraño.
Florencia, pesa a su nombre prócer, era una sirvienta ordinaria, es decir común y corriente, sin cultura ni conocimiento de nada que no fuera la experiencia de su dura vida y contaba los sucesos que veía o sabía de primera mano.
Y el suceso de que se trata era éste: allá en su barrio (oficialmente denominado con el pedante nombre de Colonia Guanajuato), que sería un centenar de casuchas, casi jacales, al otro lado del río, con paredes de adobe y entrecalles de polvo y lodo y una dizque placita, en verdad cien metros cuadrados de tierra suelta y brizna de yerba seca; allá en su barrio se comentaba, en esos días, que los niños que jugaban en ese prado baldío algunas tardes, ya muy al oscurecer veían acercarse y vagar por allí un perro grande y desconocido para todos, tan enorme y extraño que suspendían sus juegos y se iban, asustados, a sus casas y contaban lo que habían visto.
Grupo completo de las señoritas salmantinas que participaron en los festejos del Centenario. En la fotografía tomada en el Palacio Municipal se puede ver al centro el que fuera perenne Jefe Político porfirista (1900-1915), Jesús Espinosa.
Por señas, muy precisas, que daba Florencia era evidente que el perro en cuestión era un buen ejemplar de la raza San Bernardo, pero era igualmente evidente que un espléndido perro San Bernardo no existía en aquel barrio ni sus moradores habían conocido ninguno, porque creo que en toda Salamanca, en ese año de 1965 no había un perro así, aunque ciertamente años atrás hubo algunos (y yo conocí dos o tres), pero en casas de familia de cierta fortuna, en el centro de la población y jamás vagando por aquel nuevo barrio, formado con el súbito crecimiento de Salamanca y que hasta antes de 1950 habían sido terrenos de labor de dos ranchos: del Molinito al oriente y de Chávez o los Chávez al poniente, ambos en la ribera izquierda, o sur del río Lerma, frente a Salamanca que siempre ha ocupado la ribera derecha o norte del río.
Muchas ocasiones, a través de semanas y meses, Florencia volvía a contar que el perro “grandote, peludo y orejudo”, había sido visto, asustando a los niños sólo por su presencia pues nunca ladró ni atacó a nadie, simplemente se aparecía de súbito al caer la tarde, vagaba un poco por el terreno y se iba por cualquier calleja.
El río Lerma en los años veinte, seguramente en la primavera, cuando las aguas pasan bajas.
Tantas veces dijo la criada que el perro había vuelto, que las Casillas acabaron por recordar lo que de niñas habían oído acerca del pero del licenciado don Jesús Puente.
Allá en el último cuarto del siglo pasado, (se refiere al XIX), el licenciado don Jesús Puente, persona de viejo abolengo salmantino y de importancia en la ciudad y en el Estado, era dueño del rancho del Molinito, que antes había sido propiedad del Convento de San Agustín, y una parte de sus terrenos, a mano derecha del camino de Salamanca al Valle de Santiago, lo reservó para cementerio particular, como hicieron varias familias a raíz de la secularización de los cementerios.
De todo se cruzaba en las canoas que facilitaban el transporte para quienes iba o venían de Valle de Santiago y de los ranchos del sur de Salamanca.
A fines del siglo el menor de sus hijos, Benjamín, empezó a agravarse de una enfermedad del corazón que padecía, y cuando en sus últimos días ya no podía dejar el lecho, su perro Otelo, un gran San Bernardo, lo acompañó día tras día echado cerca de la cama; cuando Benjamín murió, Otelo estuvo junta al ataúd y por la tarde, cuando lo llevaron a sepultar en el panteón familiar, en el Molinito, llamó a todos la atención que siguiendo inmediatamente a los portadores del ataúd (cuatro cargadores como era costumbre), iba el perro Otelo visiblemente triste.
El río se cruzaba entonces, en canoa; había ya un puente pero era exclusivamente para el ferrocarril y está retirado de la ciudad; el puente para coches y peatones, llamado precisamente del Molinito es moderno, fue construido hacia 1936 durante la administración de Cárdenas.
Sepultaron a Benjamín Puente y volvieron los familiares a su casa (hoy Hotel del Bajío). Ya en la noche se percataron de que no estaba allí Otelo y supusieron, con razón, que se había quedado en el Molinito, al otro lado del río. A esa hora no era posible hacer nada para traerlo.
La “Casa del Molinito”, fotografía tomada el 19 de septiembre de 1926. No estoy seguro si era propiedad del “Califa de León” Rodolfo Gaona o aún pertenecía a los Puente.
Al día siguiente reapareció el perro; pero, al atardecer, volvió a seguir el camino del día anterior, más tarde regresó y luego, en los días siguientes, repetía su viaje: salía de la casa, llegaba a la orilla del río y saltaba a la canoa, estaba en el panteón largas horas y volvía al anochecer.
Las idas y vueltas de Otelo las vio, muchas veces, mi tío Vicente Casillas, quien entonces tenía su despacho o negocio en un local de su propio domicilio, en la calle de la casa hoy número 107 de la calle Tomasa Estévez, entonces llamada de Marte. La casa de la familia Puente, por lo tanto de Otelo, estaba en la cuadra siguiente de la misma calle; por eso el perro pasaba frente al despacho de mi tío en sus idas y vueltas.
La calle de Marte, donde vivieran los Casillas y los Puente. Actualmente es la calle de Tomasa Estévez.
El licenciado don Salvador Puente, hermano mayor de Benjamín, fue el primero en fijarse de lo que hacía Otelo; naturalmente le resultó conmovedor e inmediatamente habló con el hombre que manejaba la canoa, diciéndole que siempre que viera al perro en una u otra orilla lo pasara en la canoa y que él, Salvador, pagaría el costo del transporte, que por entonces serían como dos o cinco centavos por cada viaje.
Así pasó algún tiempo. Ahora es imposible saber cuanto. Pero de todo eso mi tío Vicente, con otras personas, estaban bien enteradas y lo comentaron muchas veces en sus casas.
La fecha de la muerte de Benjamín Puente no he tenido la oportunidad de precisarla y ya todos sus hermanos y muchos de sus sobrinos (algunos de ellos parientes lejanos mío) han desaparecido, pero aproximadamente debe de haber ocurrido en el año de 1900.
Pasaron más de sesenta años. Los ranchos del Molinito y de Chávez son “colonias” pobres de Salamanca. Del cementerio familiar de los Puente apenas quedan huellas: restos de muros que los pobladores del lugar no saben su origen ni objeto.
Y allí en ese lugar, los chiquillos han visto, de cuando en cuando, un gran perro desconocido que de repente aparece al caer la tarde, vaga un poco y se va.
Todo eso ha sucedido. Absolutamente nada he inventado. He dado nombres exactos y fechas tan aproximadas como he podido. Nada supongo, ninguna explicación propongo. He narrado lo que he sabido”. (1)
Fuente:
Rojas Garcidueñas José. El erudito y el jardín. Academia Mexicana. México, 1983.
Que extraordinario te felicito, te voy a contactar con un familiar del Lic. Puente ella vive en León y es mi amiga hace muchos años.
ResponderEliminarFelicitaciones mi mail es rmrojasn@gmail.com. si te interesa leer algo más de la obra de mi tío con mucho gusto tengo una buena bibliografía.
Rosa maría
Rosa María:
ResponderEliminarGracias por tu comentario, será bueno hacer contacto con los Puente para ver si saben más detalles de esta historia, la cual ha sido una de las anécdotas que más me han regocijado de tu tío.
Saludos
He imaginado ese ir y venir de Otelo. Cuánta nobleza e inteligencia hay en estos maravillosos animalitos, pero lo que me encanta es hasta qué punto trascendió...
ResponderEliminarQué fascinantes son las historias antiguas, las fotografías, lo que se dice por ahí.
Me encanto la historia. Muy parecida a la del perro japonés pero esta trasciende dimensionalmente. Interesante. ;-)
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